No nos conocíamos antes, a algunos nos reunió en su mano durante una caminata. Nos recogió y quitó el polvo uno a uno. Otros fuimos traídos por la mano de otra mujer. Caímos todos de árboles vecinos, crecidos en el volcán de Pacaya. Viajamos hasta la cima del volcán en diferentes bolsillos, conociéndonos, viajando ocultos en el ascenso. Luego de un rato nos conocimos todos, fuimos una especie de regalo, estábamos en un lugar nuevo, con un cielo distinto, a los pies del volcán, antes nuestra casa. Ella nos colocó en una cajita de fósforos y luego en una bolsita que una bruja le regalara.
A veces nos deja en casa, en los días en que está más ligera, alegre y relajada. En cambio cuando amanece tarde y con el alma contrariada nos lleva entre sus manos y nos apretuja. Otros días nos cuelga en su cuello y salimos con ella, esos días recita oraciones, conjura deseos, prende velas y nos pasa por el fuego. La hemos escuchado preguntarle al humo, susurrar cosas al teléfono o chatear en la computadora mientras sonríe aunque sus ojos también presagian lágrimas.
Muchas veces mientras habla mete sus dedos en la bolsita y al encontrarnos parece relajarse. Otras tantas nos extiende en su mano izquierda y con la derecha nos esparce, nos acaricia, nos interroga y nos sonríe.
Frijolitos rojos, oráculo de brujas, frutos del tz'ite, recuerdos de caminos cómplices, eso somos, mudos y diminutos testigos de sus pasos.
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