Mientras caminaba con mi perrita me detuve a olfatear los árboles de un arriate. Cual canina olfatee con cuidado, arranqué unas hojitas para incrementar la sensación, una sensación fresca y cítrica invadiendo mis mucosas, y me sentí en casa.
Me sentí en aquel campo de la colonia donde crecí, subida en los árboles, observando a los otros niños, el paso lento de algunos vecinos, la soledad de las casas allí tendidas en lo plano, observadas por las lomas que las rodean. Recordé la fascinación de la perspectiva de las cosas desde lo alto, la sensación de poder y de autonomía al subir a los árboles más altos. Y esa maña que ahora repito de tomar una rama para llevarla a mi rostro.
Ingenuamente pensé que este árbol que ahora huelo provino de una semilla de aquel al cual vi crecer desde los tres años. Y es que todos tenemos esa memoria ólfativa, que nos hace viajar de un lado a otro, a la cocina de la abuela, a la panadería, a Pollo Campero, los olores, son bienes tan preciados como los sabores y no digamos como los objetos materiales. En estos tiempos en los que proliferan los museos, por que no abrimos un museo que preserve nuestra memoria olfativa, y nos ponemos a vender viajes a todos lados, a aquellos lugares irrepetibles a los que nos hagan llegar los olores, una probadita de aquel olor expedido por una persona que extrañáramos, si cobraramos por olida de la melancolía, quizás tendríamos un museo más sostenible que aquellos llenos de objetos con los cuales simplemente no nos conectamos.
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