Miro a mi alrededor y de pronto me doy cuenta que los años han pasado, han pasado por mi cuerpo y mi mente días, meses completos y este lugar que parece tan propio parece una especie de recuerdo de infancia. Las cosas a mi alrededor tienen tantas raíces en mi pueblo, en mi historia, en los cientos de seres humanos que me antecedieron. Tantas ideas, tanto conocimiento, todo ante mí, resumido en un comal y una refrigeradora, que más. Con eso puede vivir cualquiera.
Mi cocina está habitada por olores, sabores y los fantasmas de las mujeres que me antecedieron. Mágicas baladas de amor han sido descritas a través del encuentro de las hojas, los chiles y las semillas que me acompañan y habitan mi vida. La cocina ha sido una especie de pócima exorcisadora de mis más hondas angustias. Cuando estoy triste, cuando estoy contenta, cuando me siento sexualmente satisfecha, me refugio en un té bien cargado o en un guiso acompañado de sonrisas. Y así soy, soy una mujer con raíces, llevo en mi piel y en mi lengua la historia de tantas mujeres con pasados distintos pero parte de la misma historia.
Me siento en casa cuando estoy en mi cocina, en ese espacio único no transgredido por nadie, es parte de mi legado, una especie de caverna donde cuelgo mis trofeos, donde escondo mis pócimas y mis venenos. Hay tantas posibilidades que otros dedos sazonaron, pero al final del día el reencuentro conmigo misma y con mis razones más profundas se da cuando el aceite caliente dora uno de mis platos favoritos. Y es que, aquí se reúnen los paches de las fiestas, las ensaladas de las dietas, los huevitos de la noche, el moshito de la escuela y esas verduras que se compraron sin pagar el precio que valen, que fueron tratados quizás injustamente, que fueron sembrados por manos que nunca vi envejecer, que fueron pagados con el sueldo ganado a través de la angustia, del dolor, del silencio, del conformarse con el papel impuesto.
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